

SIN CRUCIFIJOS, PERO CON CALABAZAS
Por Antonio DÍAZ TORTAJADA
Sacerdote-periodista
Querido cofrade:
Una mirada a nuestra historia nos enseña que somos un pueblo cuyo origen está en el pensamiento de los griegos, en el derecho romano y en las conviccciones etico-religiosas del cristianismo.
De los griegos aprendimos que hay un “logos” en el mundo, que nuestra inteligencia es capaz de penetrar en él, y que nuestro lenguaje es capaz de expresarlo. De Roma aprendimos la posibilidad de la unidad en la diversidad, de que poner en común algunas cosas --derecho, lengua, infraestructuras, ejército, etc.- ayudaba a los distintos pueblos a crecer en civilización y dignidad. Y del cristianismo aprendimos que el “logos” se hizo carne, habitó entre nosotros y dio su vida por cada uno de nosotros. De aquello nos queda el concepto de dignidad universal de las personas --sean hombres, mujeres, niños, enfermos o no nacidos--; así como la confianza en la razón –“logos”- no sólo para dominar el mundo, sino para comprender una religión que no va contra nuestra naturaleza.
Los poderes de la irracionalidad han dado un nuevo paso hacia delante con la sentencia del tribunal de los “derechos humanos” de Estrasburgo que ha declarado que la exhibición del crucifijo en las aulas ofende y “vulnera los derechos de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones”.
El signo cristiano por excelencia es el Crucifijo.
Por ese signo muchos han dado la vida.
Entre estos millones que han dado la vida por el crucifijo hay que contar a una mujer judía, profesora de filosofía, convertida a la fe católica, bautizada el 1 de enero de 1922, que profesó como monja carmelita descalza el 21 de abril de 1938, Edith Stein, murió asesinada en la cámara de gas del campo de concentración de Auschwitz el 9 de agosto de 1942.
Edith Stein había sido profesora como asistente del gran maestro de la fenomenología moderna Edmundo Husserl. Ella dejó escrito un estudio sobre San Juan de la Cruz con un título significativo: "La ciencia de la cruz". Fue canonizada como mártir por el Papa Juan Pablo 11 el 11 de octubre de 1988. En la homilía el Papa sintetizó así el mensaje de Edith Stein: "No aceptéis como verdad nada que carezca de amor. Y no aceptéis como amor nada que carezca de verdad".
En la cruz de Cristo se concentran el amor y la verdad, la verdad y la libertad. Tiene sentido la fórmula del teólogo Urs Von Balthasar: "Sólo el amor es digno de fe”.
Resulta curioso: El primer Crucifijo, modelo de todos los que han venido después, lo colgaron en la historia quienes odiaban a Cristo. Cuenta san Lucas que, tras la muerte del Señor, “los que habían contemplado aquel espectáculo se volvieron golpeándose el pecho”). Será por eso que, dos mil años más tarde, la vista del Crucifijo molesta, precisamente, a quienes lo pusieron allí. Semejante espanto ante la contemplación de la Cruz se achacaba, en las leyendas, a los vampiros y a las brujas. Pero también será por eso que, a día de hoy, los vampiros y las brujas están de moda en Halloweeen y, lógicamente --en esa lógica tan demencial--, los crucifijos sobran.
El crucifijo, además de ser un símbolo religioso, ha representado durante siglos un ejemplo de amor y de verdad, de verdad y de libertad; ha sido símbolo de una justicia elevada por la misericordia; ha sido consuelo de los pobres, los humildes, los sencillos y los perseguidos. Incluso, en la ciencia ficción, ha sido el único escudo decente contra los vampiros, brujas, demonios, y demás criaturas infernales o malditas.
El Crucifijo ha rasgado en dos el calendario, y ha dado la vuelta a la lógica humana como a un calcetín. “Stat Crux dum volvitur orbis”, se escribía en muchos conventos benedictinos: “mientras el mundo gira, la Cruz permanece en pie”. Ella es el centro del cosmos y de la historia. Es cierto que, si Cristo no hubiese resucitado, la Cruz no sería sino la constatación de la derrota más amarga. Pero, después de la Resurrección, los cristianos hemos venerado siempre a Jesucristo en la Cruz.
Allí --nos enseña la Iglesia--, en ese leño, es donde hemos sido redimidos, donde hemos sido amados, donde se ha manifestado ese Amor del que dice San Pablo: “me amó, y se entregó a Sí mismo por mí”
Pintar a un Resucitado es muy difícil, porque Cristo apenas se dejó ver tras su Resurrección, y, cuando lo hizo, tuvo la delicadeza de mover sus facciones para que la foto saliera corrida. Pero, en la Cruz, el Hijo de Dios posó durante tres eternas horas para todos los pintores y escultores de la historia. Fue allí donde, levantado sobre la tierra, quiso atraer a todos hacia Él.
No he conseguido, por más que lo he intentado, leer la sentencia del Tribunal de Estrasburgo que invita a retirar de las aulas de los colegios públicos europeos. Desconozco, por tanto, los términos de tal resolución. Sé que ese tribunal no es un organismo de la Unión Europea, sino del Consejo de Europa, y que sus decisiones tienen muy escaso valor vinculante. Pero, en el fondo, me da igual. Sea lo que fuere lo que hayan dicho sus magistrados, lo cierto es que el ambiente contrario al Crucifijo se respira por todas partes en una Europa cuyos colegios públicos celebran más el Halloween que la Navidad, y el carnaval que la Ceniza. Ya saben: Vampiros, brujas, demonios, y máscaras, muchas máscaras. Y de todo esto nos estamos contaminando nosotros.

La mayor herejía que puede surgir en el cristianismo no es una negación o desvirtuación de un dogma revelado, sino la actitud que muchos cristianos tomamos ante lo religioso como una dimensión cultural, y por tanto que no llega al alma para que transforme nuestra vida.
En los años 80, el todavía famoso cantante Víctor Manuel perpetró una canción que decía: “Déjame en paz, que no me quiero salvar”. Si quieren saber por qué molesta el Crucifijo, y la Navidad, y la Ceniza, ahí tienen el motivo: porque los ciudadanos europeos no soportan que les digan, ni con un hombre clavado en una Cruz, que están perdidos y necesitan que alguien los salve, que están muertos y necesitan que alguien les devuelva la vida.
Sobre todo, no toleran que se les recuerde que no son Dios. Sé que, hasta en nuestras iglesias, hay cristianos que quisieren desembarazarse de la Cruz, e inventan un cristianismo sin Cruz, sin penitencia, sin pecado, sin infierno y sin demonio. Pero, qué quieres que te diga: Pasará Estrasburgo, pasará Zapatero, pasará Pellegrini, pasarás tu, pasaré yo, y pasarán tantos y tantos cristianos burgueses. Pero la Cruz, firme y doliente, amante y ensangrentada en triunfo, seguirá en pie. Stat Crux dum volvitur orbis.
Un saludo cordial,
Antonio
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