jueves, 2 de abril de 2009

DIAZ TORTAJADA: "A LOS COFRADES SE LES PIDE QUE LUCHEN PARA QUE DIOS Y SU LEY MORAL TENGAN CABIDA EN ESTA SOCIEDAD"


PALABRAS DEL REVERENDO DON ANTONIO DIAZ TORTAJADA EN LA PRESENTACIÓN DEL LIBRO DE QUE ES CO-AUTOR "LA SEMANA SANTA MARINERA Y SUS CARTELES"
Buenas tardes: 1. Presentar un libro en sociedad siempre es tarea difícil, sobre todo cuando él es parte de la vida de uno como éste que hoy nos ocupa: LA SEMANA SANTA MARINERA Y SUS CARTELES.
Un libro hermoso publicado por la Concejalía de Cultura de nuestro Excelentísimo Ayuntamiento de Valencia.Este libro tiene tres autores con tres partes. Sus autores son: José Luis Peiró, Rafael Contreras y un servidor. Cada parte está muy diferenciada.
Narra desde los inicios de la fe en Valencia hasta el ensamblaje de lo nuclear de nuestra fe en nuestra cultura mediterránea y marinera.
La primera parte: LA SEMANA SANTA (el substantivo, escrita por mi), la segunda parte el adjetivo: MARINERA, (escrita por José Luis Peiró) y la tercera: SUS CARTELES o difusión iconográfica de las celebraciones (desarrollada por Rafael Contreras).
De entrada tengo que decir que tal vez no agrade a muchos estas páginas. Habla de fe y religiosidad, de antropología y arte, de tradición e historia. Muchos quisieran ver en este libro unos “juegos florales” que agradasen nuestros oídos.
Pero no es su pretensión deleitar nuestros sentimientos más profundos
Este libro habla de la Semana Santa. Su nacimiento. Su historia. Porque la Semana Santa no es patrimonio de ningún pueblo.
La Semana Santa es de la Iglesia de Jesucristo, y por tanto de todos los creyentes. Cada pueblo, por tanto, vivirá la Semana Santa de una forma, con un estilo, y en un marco histórico. Unos más austeramente, otros más bulliciosamente, pero todos los pueblos centrando los ojos en Aquel que murió por nosotros y ahora vive eternamente: Jesucristo, ayer, hoy y siempre.
Hay que afirmar que por más que el complejo mundo financiero, político y cultural que está en el poder se haya empeñado los últimos años en liberar a nuestro pueblo del profundo sentido religioso, que le impide entrar en la “modernidad” y lograr así una prosperidad como la de las naciones más adelantadas, la historia de la pasión y muerte de Jesús sigue todavía conmoviendo las gentes de nuestros pueblos y ciudades.
No es extraño que la “modernidad” quiera desplazar el recuerdo vivo de Cristo en el Calvario por el descanso despreocupado en el ambiente tibio de la reciente primavera o, también, que cambie la participación creyente en el drama de la Cruz por el disfrute de la belleza de los pasos y desfiles procesionales de Semana Santa.

Ya hace muchos años, cuando estas cosas acababan de ocurrir, un contemporáneo, san Pablo, escribía a los cristianos de la ciudad de Corinto: “...Nosotros, en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados, judíos y griegos, predicamos a Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque lo necio de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Cor 1,23-25).
La Semana Santa es fiesta de fe, fe que después se convierte en arte a través de la imaginería, la pintura o la arquitectura.
Cuando uno se acerca a la Semana Santa se ha de acercar a la historia. ¿Qué es la Semana Santa? ¿Qué se celebra en la Semana Santa? ¿Cómo se vive la Semana Santa? ¿Qué contenidos encierra la Semana Santa? Y todas estas preguntas nos las tenemos que hacer en estos tiempos de apostasía silenciosa y olvido de Dios. Porque puede ocurrir que tengamos en nuestra Semana Santa unas formas culturales religiosas iconos de lo transcendente y por dentro estén viciadas o muertas.
El Papa Benedicto XVI nos dice: “En la época de grandes cambios que estamos atravesando, la Iglesia (...) os necesita también a vosotros, queridos amigos, para llevar el anuncio del Evangelio de la caridad a todos, recorriendo caminos antiguos y nuevos”. (...) Vuestras beneméritas cofradías, arraigadas en el sólido fundamento de la fe en Cristo, con la singular multiplicidad de carismas y la vitalidad eclesial que las distingue, han de seguir difundiendo el mensaje con la salvación en medio del pueblo, actuando en los múltiples frentes de la nueva evangelización”.
Se pide también a las cofradías que fortalezcan la presencia en la sociedad confesando la fe en la vida pública, con coraje y sin complejos, “siendo en la sociedad fermento y levadura evangélica”. 2. Nuestra visión como comunidad cristiana nos lleva a los primeros tiempos del cristianismo y, con todo, a los Apóstoles que extendieron la Buena Noticia de Jesucristo desde Oriente al fin de las tierras conocidas en Occidente, en Hispania.
En el 304, durante la persecución de Diocleciano, fueron conducidos a Valentia el Obispo de Cesaraugusta (Zaragoza) Valero y su diácono Vicente, que sufrió en esta ciudad un martirio tan admirable que fue conocido y celebrado en toda la cristiandad.
Durante la época romana y visigoda, en la región valenciana florecieron las Iglesias locales de Diana (Denia), Ilice (Elche), Saetabis (Xàtiva), Elo (Lorca o Hellín) y Valentia (Valencia), y conocemos los nombres de muchos de sus Obispos por sus firmas en los concilios de los siglos IV-VIII.
Ya nuestra Valencia antigua celebraba los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Era la fe cristiana vivida acorde y concorde con toda la Iglesia.Esta cultura y vida cristiana permaneció sufrida y acallada bajo el Islam, teniendo mártires como san Bernardo y sus hermanas María y Gracia (1189) o los franciscanos beatos Juan de Perusa y Pedro de Saxoferrato (1231).
Más no se interrumpió el culto cristiano en la basílica sepulcral de san Vicente mártir (la Roqueta), extramuros de la ciudad, dando como fruto espiritual esta Iglesia mozárabe a san Pedro Pascual, luego Obispo de Jaén y mártir en Granada el año 1300.Una nueva época se abrió con la fundación del Reino de Valencia por Jaime I de Aragón en 1238, siendo el primer Obispo Ferrer de Pallarés.
Llegaron entonces pobladores de las regiones del norte de la Corona de Aragón, órdenes monásticas, militares y religiosas, y se estableció una nueva organización de las diócesis, quedando el norte del Reino en la de Tortosa, reinstaurándose las de Segorbe y Valencia, y creándose más tarde la de Orihuela, ya en el siglo XVI (1564).Durante los siglos XIII-XV la Iglesia de Valencia mantuvo una constante actividad evangelizadora, dirigida tanto a los musulmanes y judíos, como a desarrollar la fe de los cristianos que se establecían en estas tierras generosas.
La predicación fundamental de la Iglesia en este tiempo era los misterios pasionales: Predicación apoyada y proyectada por las órdenes religiosas de los franciscanos y dominicos muy numerosos en nuestra ciudad.
De gran trascendencia para la cristiandad fue el final del Cisma de Occidente, que tuvo lugar tras la muerte de Benedicto XIII (el aragonés Pedro de Luna) en Peñíscola (Castellón) en 1424 y la renuncia de su sucesor Clemente VIII (Gil Sánchez Muñoz, natural de Teruel y canónigo de la catedral de Valencia) en la villa de San Mateo (Castellón) en el año 1429.
En la época convulsa por epidemias y guerras, del tránsito del siglo XIV al XV, brilló en Valencia, en España y en Europa occidental la misión evangelizadora y de paz del dominico san Vicente Ferrer (Valencia 1350 - Vannes, Bretaña, 1419). 3. En la Edad Media europea –y por tanto en España-­-las formas del asociacionismo religioso eran múltiples y sus públicas manifestaciones rozaban con frecuencia la heterodoxia. Desde mediados del siglo XIV, una serie de acontecimientos históricos convulsionaron la estructura del sistema feudal. Desastres naturales, epidemias, escasez y revueltas populares contribuyeron a fomentar una conciencia generalizada de inestabilidad, expresada en toda una serie de manifestaciones en las que había una imagen central: Dios castigaba a los hombres por sus pecados, de ahí la necesidad social e individual de reconciliarse con Él haciendo penitencia, es decir, purificándose.Desde este punto de vista, se hace inteligible la aparición de numerosas organizaciones cuyo objetivo principal era el autocastigo público, ejemplarizador. Las procesiones de flagelantes que recorrían los campos y ciudades europeos fueron quizás la versión más llamativa del fenómeno, pero no puede olvidarse que, junto a esto, diversos tipos de asociaciones adoptaban fórmulas menos inquietantes para la jerarquía eclesiástica, con actividades centradas en la caridad y el culto.
No puede soslayarse tampoco la importancia que el franciscanismo y, en general, las órdenes mendicantes tuvieron como propiciadores y canalizadores de una religiosidad popular altamente emotiva. El culto a la Pasión de Cristo adquirió una gran importancia como modelo a imitar si quería lograrse la salvación y fueron muchas la hermandades que se formaron con esté propósito. La jerarquía católica, preocupada por las graves desviaciones y difícil control de tales manifestaciones, optó, ayudada por el poder civil, por reprimirlas, a la par que fomentaba modelos de más fácil vigilancia, tanto organizativa como doctrinalmente.
El concilio de Trento y, sobre todo, la posterior legislación, junto con la prohibición de muchas ceremonias y representaciones teatrales pasionarias, fomentó un esquema corporativo sometido a una reglamentación que la jerarquía debía sancionar. Se intentó asegurar este control mediante disposiciones relativas al decoro de imágenes y cortejo, sirviéndose para ello de penas que pasaban por la excomunión y la reducción. Pese a que el poder civil ayudó en todo momento al cumplimiento de tales ordenanzas, la repetición de las prohibiciones a lo largo del siglo XVII demuestra que los conflictos con el poder eclesiástico no habían cesado, si bien éstos no provenían de la forma organizativa sino del comportamiento de la corporación en la calle, es decir, durante la procesión pública.La pervivencia de estas actitudes fue considerada por los gobernantes ilustrados un problema de orden público y, por tanto, de Estado, por lo que a partir de 1700, sobre todo durante el reinado de Carlos III, se promulgaron leyes que afectaban al decoro público –eliminación de antifaces y disciplinantes, por ejemplo- y, en 1783, tras un decreto general de extinción, fueron obligadas a redactar nuevas reglas que tenían que ser visadas por la jurisdicción real. Desde este año hasta 1805 el Estado propició la desaparición de los gremios y, por consiguiente, de las hermandades a ellos vinculadas. De igual modo, las de la nobleza suavizaron su carácter clasista y admitieron a elementos de la burguesía, que veían en ello una manera de ascenso social.
El resultado de estos avatares fue que las cofradías barrocas, definidas por su carácter cerrado –en la del Silencio, por ejemplo, se prohiban la entrada a moriscos, negros y mulatos--, comenzaron a cambiar de base social y a adoptar un modelo abierto. Al desvincularse la cofradía del gremio y de un grupo social exclusivo, comenzó el proceso que culmina con la unión hermandad-barrio.
El siglo XIX fue el escenario de los más graves conflictos de las cofradías con el poder civil.Acontecimientos históricos como la ocupación francesa en 1808 y los embates de los gobiernos liberales contra asociaciones que consideraban afectas al Antiguo Régimen, significaron una aguda crisis para las cofradías.
El resultado de la misma fue la extinción de muchas de ellas desde mediados del siglo XVIII hasta la primera mitad del XIXA esto hay que añadir un profundo declive económico, debido al expolio e incautación de sus bienes, en múltiples casos muy cuantiosos. Pese a todo, otros hechos vinieron a determinar el resurgimiento de las cofradías, en especial el interés de ciertas autoridades civiles por hacer de las procesiones un foco de atracción turística, en consonancia con la creación del “mito romántico” sobre la ciudad.
La desaparición de los conflictos con el poder civil y el proceso de institucionalización de la Semana Santa han supuesto un aumenta del número de cofradías, pues se reorganizaron algunas que estaban extinguidas y se crearon otras nuevas, a la par que se renovaba y hacían nuevos enseres con un claro sentido: Garantizar la suntuosidad y magnificencia de los desfiles. Inserta la celebración pasionista en un contexto marcadamente festivo desde principios del siglo XX, la procesión anual ha pasado a ser la actividad central de las cofradías y la cuestión del decoro procesional el único punto de roce con la autoridad eclesiástica, que no ha cesado de amonestar a aquellas hermandades en cuyos cortejos lo religioso y lo festivo son aspectos no diferenciados. 4. Los católicos estamos en el centro del debate sobre laicidad, laicismo y religión en una sociedad democrática y plural. Sin embargo, a la vez asistimos al "boom" del fenómeno de la religiosidad popular. Estas asociaciones públicas de fieles de la Iglesia Católica representan a un movimiento de laicos con capacidad de convocatoria, que tienen jóvenes en sus filas y que gozan de un fuerte arraigo en el pueblo. Curiosamente, esto acontece en una sociedad secular que está poniendo en entredicho la presencia social del hecho religioso y se está potenciando una animadversión hacia lo católico. Y no sólo eso, sino que hay una visión a-religiosa de la vida, del pensamiento, de la moral, que se ha convertido en el emblema fundamental de la democracia moderna. Esta situación plantea algunos interrogantes: ¿Son conscientes las cofradías de este cambio antropológico, cultural y social que se nos está imponiendo? ¿Qué encuentra el hombre de esta cultura secularista en las procesiones de Semana Santa? La postmodernidad, muy en consonancia con la “nueva era”, reducirá el fenómeno de las cofradías a algo que alienta los sentimientos de una colectividad y a la estética del momento. El laicismo, si pudiera, haría desaparecer esas manifestaciones religiosas, las tolera en cuanto son movimientos de masas, están incrustadas en la identidad de barrios y pueblos, y es reclamo para el turismo donde se sustenta gran parte de nuestra economía. Pero intentara vaciarlas de los contenidos cristianos y alejarlas de su vinculación con la jerarquía de la Iglesia Católica. Viendo las conferencias y actos culturales que organizan algunas de nuestras hermandades y cofradías, diríamos que están más preocupadas por los estrenos y el aumento de los enseres cofrades, que por cuidar la formación y la espiritualidad cristiana de los hermanos de filas. Lo que ha hecho perdurable a las cofradías, por encima de los cambios políticos y sociales, no ha sido su patrimonio artístico, sino su “mística” basada en el amor y la piedad a sus “amados titulares”. El futuro de estas asociaciones dependerá del crecimiento interior de los hermanos, de la fidelidad a los reglamentos que se profesan y del sentido de comunión eclesial que se tenga. En palabras de Benedicto XVI: “con estas condiciones, vuestras cofradías, manteniendo bien firmes los requisitos de “evangelización” y “eclesialidad”, podrán seguir siendo escuelas populares de fe vivida y talleres de santidad; podrán seguir siendo en la sociedad “fermento” y “levadura” evangélica, contribuyendo a suscitar la renovación espiritual que todos deseamos” . Los cofrades no deben encerrarse en sus “cenáculos”, en estos momentos históricos, se les pide que contribuyan a elaborar un concepto de “sana laicidad”, que respetando la legítima autonomía de las realidades terrenas como reclama el Vaticano II luchen para que Dios y su ley moral tengan cabida en esta sociedad.
Esto lo pueden hacer porque las hermandades y cofradías en el siglo XXI son instituciones humanizadoras en una sociedad sin alma.
Todo ello quizás porque en el mundo de las cofradías te encuentras con gente de todos los niveles: desde la fe sencilla, tipo de la mujer del Evangelio que toca "la orla del manto" de Jesús, hasta aquel cofrade que tiene muy claro su compromiso cristiano.
¡No apaguemos la pequeña llama humeante en el frío invierno de la cultura de la muerte! Nuestros pueblos y ciudades tienen hoy por hoy este pequeño privilegio que nos legaron nuestros mayores.

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